En 1830, en la conocida carta dirigida al general Flores, Bolívar afirmaba:
“Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. (…). Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos.”
Detrás del aparente pesimismo de Bolívar hay realmente escondida una valiosa advertencia. Permitir que nuestros peores instintos sean la melodía detrás de la trama política se opone a alcanzar las condiciones necesarias para un proyecto de país estable y duradero. Después de todo, como insiste Douglas Rushkoff, es la colaboración y no la competencia la clave del éxito en la evolución humana.
La fragilidad del sistema social significa, en términos gruesos, que el sistema social de un país (entendido como la tríada Estado, sociedad y mercados) es incapaz de llegar a acuerdos que permitan alcanzar y mantener establemente condiciones de vida dignas para sus habitantes. Por ello, los países cuyos sistemas son altamente frágiles son el epicentro de la tragedia humana: son el proscenio de hambrunas, pobreza extrema, migraciones masivas y conflictos. La fragilidad es, en ese registro, la forma más extrema de fracaso societal.
Los análisis más autorizados sobre el fenómeno de la fragilidad suelen colocar en la raíz del problema una sociedad fragmentada o secuestrada por élites enfrentadas que reducen el escenario político a juegos de suma-cero. Nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo sobre qué queremos ser y la falta de un proyecto compartido y sostenible de país ha dado espacio a liderazgos que lejos de alimentarse y crecer estimulando la capacidad creadora de la sociedad venezolana ha incrementado su poder, resiliencia e influencia mediante la explotación sistemática de nuestros peores instintos y la corrosión de nuestros vínculos.
A pesar de que, afortunadamente, hay un enorme capital social en Venezuela que ha prevenido que la alta polarización experimentada en las últimas décadas devenga en mayor violencia política, hay todavía dos retos fundamentales para que el espíritu de este capital social pase de ser “un muro de contención” a la fuerza transformadora que reestructure los acuerdos fundamentales de nuestra sociedad:
1) Las comunidades deben pasar de la “convivialidad” al “nosotros articulado”. Necesitamos transitar del “llevarnos bien” y del “disfrute del estar juntos” al realizarnos como sujetos y comunidades “haciendo juntos”. Articularnos requiere organización, liderazgo, fórmulas de resolución de conflicto, cultura de evaluación y orientación a resultados.
2) Tenemos que superar en la cultura política el paradigma del héroe y la comprensión del proceso político bajo el arquetipo del conflicto y la ruptura. El paradigma del héroe y su lógica intrínseca impide la generación de consensos, y no estimula el espíritu colaborativo necesario para la construcción de un proyecto de país viable y compartido. El arquetipo del conflicto reduce el proceso político a una permanente impugnación del pasado y del “otro” e invita al eterno “nuevo comienzo”. No puede haber estrategia ni plan estable de país si entendemos la política como la guerra por otros medios.
Convertir nuestro fracaso como sociedad en una oportunidad de aprendizaje y de crecimiento -como predica fervientemente la literatura del emprendimiento- aún es posible y comienza en nuestro caso por encontrar maneras de reconstruir el “nosotros”. Pero no uno meramente propagandístico sino tematizado por acuerdos que pongan los intereses de todos en el centro de las instituciones y de las reglas de juego.
Tomarnos en serio a Bolívar hoy impone ante todo, escucharlo con atención y críticamente.